In-corpo-rar la represión

Javier Sáez

Este texto surge a partir de la lectura de un estupendo texto de Lucas Platero (La masculinidad de las biomujeres), donde hace un claro análisis de la vigilancia y la sospecha con que son tratadas las mujeres masculinas.

En el texto Lucas habla de “un disciplinamiento encarnado de la diferencia sexual”, y describe los talleres drag king como una experiencia que ayuda a tomar consciencia de nuestros gestos, ademanes y expresiones corporales, y de cómo éstos están marcados por patrones de género muy férreos que adoptamos sin darnos cuenta desde muy pequeños/as (gestos de hombre, gestos de mujer). La palabra encarnado es importante, se refiere a la carne. Indica que esos gestos, ademanes, formas de mirar, sentarse o andar están EN nuestra carne, son parte de nuestro cuerpo, están in-corpo-rados en nuestro ser y en nuestra identidad. Como dice Lucas, es un cuerpo disciplinado, “un disciplinamiento encarnado”.

Esto me hizo pensar en mi propio cuerpo, en mis ademanes, mis limitaciones, en mi propia historia. Es fácil escribir sobre teoría queer o sobre derechos LGBT en general, pero es más difícil poner tu cuerpo en juego, contar cómo has vivido esos procesos en tu propia vida, y cómo han afectado tu cuerpo y tu mente (sin caer en un exhibicionismo narcisista, aunque tampoco estaría mal, dado lo tocada que suele estar nuestra autoestima como maricas, bolleras o trans). Pero contar esos procesos personales es útil, explica muchas cosas, y creo que son vivencias que podemos compartir con un interés político.

Mi pregunta es ésta: ¿cómo configuraron mi corporeidad las represiones y los mensajes homófobos que recibía en la infancia? Burgos es una fuente inagotable de homofobia: desde una madre franquista que odiaba a los homosexuales (“qué bien que exista el sida para que se mueran todos esos maricones”), hasta los curas opusianos de mi colegio (que para colmo se llamaba Generalísimo Franco) y de mi iglesia (San Lesmes Abad), pasando por el escarnio y el acoso brutal a los niños mariquitas de mi colegio, algo que yo presenciaba con terror (por suerte yo no era identificado como marica, pero veremos que eso no era sólo “por suerte”) y con una pasividad cómplice de la que todavía hoy me avergüenzo.

En semejante contexto uno se adapta para sobrevivir, pero lo hace a dos niveles: consciente, e inconscientemente. Adoptas estrategias de supervivencia. Ya sabemos que el plumaje es una herramienta de camuflaje o de seducción para muchos pájaros, pero en este caso, era todo lo contrario: plumas fuera. En mi caso, no recuerdo si lo que pasó es que ante ese panorama familiar/eclesial/escolar decidí recortar las plumas deliberadamente con las tijeras de la masculinidad castellana, o si fue un proceso inconsciente, o si no había plumas que cortar (¿la pluma nace o se hace? Pregunta para sexólogos con su microscopio). O sea, no sé si yo tenía pluma y la disimulaba por el terror a ser descubierto, o si no tenía pluma. Nunca lo sabremos. En todo caso hoy no me sale ni harto de vino. Pero sí recuerdo estrategias de protección: en cuanto me salió un pelo en la barbilla decidí dejarme barba porque yo suponía que eso era más masculino, y de hecho a los 13 años ya tenía una estupenda barba que me protegía de los acosadores (o al menos eso creía yo). Una barba que por cierto llevo desde entonces.

Pero me interesan más los procesos inconscientes, lo que se grabó en mi cuerpo sin mi control ni mi permiso. Algo tan importante como la mirada.

Se trata de un ejemplo muy curioso: la mirada a los paquetes. No sé si le pasa a todos los maricas, pero a mí desde niño se me iban los ojos a los paquetes de los tíos. Sobre todo a los de señores gordos y con barba, pero digamos que en general me gustaba mirar paquetes. Y sin embargo, a la vez, aparecía una enorme vergüenza y culpabilidad en ese mismo gesto. Esa mirada incontrolable se convertía en algo furtivo y sobre todo terriblemente culpable. La mirada se apartaba de su objetivo, se escondía a pesar de su deseo, y una enorme angustia me llenaba el pecho. Así lo viví durante toda la infancia y la adolescencia. Con mi huida a Madrid a los 16 años y unas dosis de activismo maribollero aquello se me fue pasando, y al acabar la carrera ya miraba con todo descaro y alegría los paquetes que me daba la gana, y así hasta hoy. Ya soy muy viejo para tener miedo. Pero no todos tienen esos recursos, o la suerte de poder huir de un entorno hostil, o 100 kilos de peso y fuerza física. Los homófobos son cobardes, no se meten con todo el mundo.

Esa policía del género de la que habla Lucas marca muchas formas de nuestra expresión corporal. Otra expresión que quedaba reprimida en mi juventud era la sonrisa hacia otros hombres. Lo normal en una sociedad no homófoba sería poder sonreír a alguien que te gusta (o guiñarle un ojo). En el caso de la interacción con otros hombres esto es un campo de minas. Si eres gay, hay un temor enorme (y justificado) a que el hombre al que miras o sonríes por la calle pueda enfadarse, y agredirte “por maricón”. De modo que esa amenaza (anenaza) domestica tu mirada y tu sonrisa, la hace desaparecer. A partir de esa represión uno ya no se atreve a sonreír a otro hombre, para manifestar interés o deseo. Esto, en mi caso, daba lugar a situaciones esperpénticas, que veo que se repiten en muchos bares de ambiente: a partir de esa represión incorporada de la sonrisa, era incapaz de expresar mi deseo en los bares de ambiente. Es decir, que incluso estando en un lugar “seguro” como un bar gay, miraba a los hombres que me gustaban con absoluta seriedad, y casi con cara de mala hostia. La domesticación aprendida de no sonreír se mantenía a pesar mío, ya no era capaz de mirar de otra manera, la sonrisa había desaparecido del repertorio de señales faciales de comunicación.

Como digo, esto da lugar a un fenómeno que vemos a menudo, hombres a los que gustas que te miran como si te quisieran matar, o tú mismo mirando a quien te gusta con la expresión de Buster Keaton o de Charles Manson (con lo cual casi nadie liga, por ese duelo de miradas asesinas de gente que en realidad se gusta). Por suerte esta discapacidad, en mi caso, desapareció con el tiempo. Pero pienso en cuántos hombres gays (y no gays) siguen viviendo esa limitación de la expresividad, algo que explica muy bien cómo se constituye la masculinidad de los hombres, cómo se hace cuerpo.

La disciplina homófoba también determinó muchas otras de mis conductas: no bailar (o bailar avergonzado o de forma muy sosa), no chillar, no pintarme, no llevar pendientes, no vestir ropas de colores, cosas muy divertidas que podríamos hacer los hombres de vez en cuando o siempre, pero que yo no hago. Incluso he tenido que aprender a besar, y es curioso que en ese proceso de deshielo me encontraba con hombres (y me los encuentro hoy en día) que son incapaces de besar. Como no hemos tenido referentes nunca de besos entre hombres (ni en el cine, ni en la escuela ni en ninguna parte), a muchos eso les parece ridículo, o imposible, o feo, o pecaminoso, o vergonzoso, o enfermizo, según la tradición homófoba de pertenencia. Y por eso incluso en la actualidad hay hombres gays que son incapaces de besar a otro hombre. No es un reproche, ni me burlo de esos hombres. Son personas que han sufrido una profunda desposesión, una castración afectiva de la que no es nada fácil salir, tras años de adoctrinamiento y de amenazas. Lo que denuncio es un sistema represivo que parasita los cuerpos y los limita desde dentro: paraliza nuestros cuerpos, deseos, y sentimientos, nos incapacita y nos mutila. Y ese manojo de represiones que atenaza el cuerpo es la masculinidad.

Cuando hablo de sistema represivo no me refiero a un gobierno dando órdenes desde un pedestal. Se trata de esa micro vigilancia de la que todos somos cómplices, cuando nos reímos del compañero que lleva el pelo así, o viste asá, o no es masculino, o tiene pluma, o esa chica marimacho, o ese que no sabemos si es chico o chica, los comentarios y chismorreos y bromas de jefes, compañeros, amigos, primos… es una red de micro homofobias, lesbofobias, transfobias, intolerancia y machismo que atraviesa todo el cuerpo social, que está por todas partes. Y es efectiva.

Poco a poco algunos vamos saliendo de ese ataúd. Esta semana, a mis 51 años, por fin me he teñido la barba de azul. Y estoy encantado.

 

Madrid, 24 de enero de 2017

 

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